Por Juan José Cartas Antonio
Muchos adornos de papel crepé y china cortado, un vaso de papel encerado lleno de horchata, un buen de galletas de animalitos y marías, en una charola, unos dulces tehuanitos envueltos, un puño de chicles; moneda y bola, una piñata de olla de barro repleta de frutas, galletas y dulces, un ruido ensordecedor de la chamacada en el salón y unos jalones de oreja y patilla del profe, y a escupir afuera. Maravillosos y benditos tiempos de niñez en el festejo de la escuela.
El tiempo corría en los inicios de la segunda mitad del siglo XX, años en los que en el pueblo no tenía cara de tristeza ni de maldades, días en los que en las mesas de los hogares, los platos lucían, por lo menos, con frijoles y arroz, y grandes tortillas de maíz preparadas a mano.
Así que era muy raro encontrarse con niños sin sonreír, aún y cuando las mudas de sus ropas estuvieran gastadas de tanto lavarse y sus pies descalzos mostraran las cicatrices que dejan los vidrios, las espinas y tropezones, habituales de las calles sin pavimentar.
La felicidad de todos en el pueblo, pero sobre todo de los niños, se complementaba con las bendiciones que llegaban a la comunidad de otros lados, preñadas, todas, de mucha alegría y momentos sin par.
Lamentablemente esas maravillas del ayer se fueron desvaneciendo poco a poco hasta secarse y dejarnos una insaciable sed, que los habitantes de los pueblos, hoy en día, desconocen y no llenan la fantasías que todo ser lleva consigo.
Vaya tiempos aquellos en los que el festejo del Día del Niño, eran cubiertos fantásticamente, con la aparición de los carros promotores de la Coca Cola; anunciando en cada barrio la llegada del Cinito con muchos regalos, provocando que la barriada se pusiera buza, para ser los primeros en ganar los mejores lugares, sentados en la tierra o alguna piedra, antes de que el día se despidiera.
Quizá la aparición del Cinito por el rumbo, obedecía a la promoción del producto, para que la gente lo consumiera a diario y ¡claro! Se impusiera sobre los refrescos de la competencia, que eran el Barrilito Okey y la Doble Cola.
Pero a nosotros, los niños, no nos importaban las broncas refresqueras, lo que deseábamos era que proyectaran aquellas películas de vaqueros en blanco y negro, en las que las balaceras no tenían fin. Y también que repartieran aquel líquido helado que nos quemaba la garganta y nos empujaba a volver a la fila de beneficiados.
Una vez que la cinta llegaba a la parte que decía fin, en muchas ocaciones, sin pedir permiso en casa, nos medio sacudiamos la tierra del cuerpo y apresurabamos el paso con rumbo al lugar donde nos esperaban los juegos mecánicos, para aprovechar las vueltas gratis que ofrecían a los niños.
Era cosa de pasarla bien, así que, si al pueblo había llegado el circo Pascualillo, que se instalaba en cualquier terreno baldio, pues también pedíamos entrada gratis a la función y gozamos de cada uno de sus actos circenses; riendo hasta la gran carcajada, hasta el dolor de barriga, o lanzando gritos de emoción y espanto con lo intrépido y temerario de algunos actos en los que los artistas desafiaban los peligros.
Hoy en día, con la realidad que estamos viviendo, el festejo del Día del Niño tiene grandes vacíos de alegría y emoción, toda vez que la gran mayoría de las instituciones educativas tienen sus portones y puertas cerradas, viviendo la ausencia de todo lo que identifica a los niños, pero también en los hogares en donde los habitantes tienen sus corazones en «modo niño», existe, quizá, falta de algarabía y festejo, pues algunos viven la ausencia de un ser amado, que perdió la vida durante esta pandemia.
Felicidades a todos los niños de aquí, allá, acullá y más allá, en este y todos los días de los tiempos de Yave.
Sean felices, que no cuesta ni duele.