Por Juan José Cartas Antonio
Se han cumplido muchas décadas desde que le conocí, cada vez que el trabajo me conducía por esta arteria del pueblo, pasando baches, topes, subidas, bajadas y tramos cacarizos, que se formaron por el concreto débil que le aplicaron, me le quedaba observando y en ocasiones me detenía, para tratar de arrancarle con la mirada, pedazos de la historia que celoso guardaba.
Siempre lo imaginé como un robusto ser acostumbrado a no ceder ante los embates del paso del tiempo. Estoy seguro que desde su trinchera, quizá asomado por su portón de madera o posiblemente apostado en el rectángulo de su ventanal y de vez en cuando sobre sus alineados morillos y sus rojizas tejas, disfrutó de los tiempos de grandeza del pueblo.
Fue el barrio Jalisco que lo vio nacer y crecer, a la vera del camino, que unió a los barrios separados del centro, ubicados al oriente, tras del cerro de la pequeña cordillera donde se abrazan los barrios de Laborío, San Antonio, San Jerónimo, Guichivere y Vixhana.
Seguramente sus ojos jóvenes vieron las crecientes del río, el paso de las carretas impulsadas por las mancuernas de toros, repletas de mazorcas, de leña, de flores y hasta de chamacos en los convites de flores. Tampoco dudo que haya visto andar de arriba para abajo, a las más hermosas mujeres ataviadas a la usanza de los tiempos.
Posiblemente en sus paredes de adobe, en tiempo de los movimientos armados, se guardaron los impactos del plomo que vomitaban las armas de amigos y enemigos en gresca, y sin duda alguna, sus pesadas puertas retiraron las trancas, para dejar pasar algún fugitivo o herido en batalla.
Hace apenas unas horas que logré verle apoyado en sus largas muletas que lo sostienen, desde hace algunos meses, que le han ayudado a no desmoronarse ante la adversidad y detuve el paso para escuchar sus sollozos y sus lamentos, los que al parecer no alcanzan a ser detectados por quienes lo mantienen al borde del fallecimiento.
Le robé su palpitar y el alma en unas imágenes y me acerqué para decirle al oído que aguante, que soporte otro poco la indiferencia, que deje de temblar con el sereno, que se mantenga de pie ante el ímpetu del viento, que no pierda su gallardía, que su porte de tehuano lo alimente con el orgullo de su origen, que mantenga bien puesto su charro veinticuatro y que el morral no caiga de sus hombros, ni la vaina de su machete se afloje en su cintura.
Allí está, aunque sostenido por muletas, soportando el ruido de los motocarros y gozando con el andar de nuestras hermosas san blaseñas y tehuanas.
Que la esperanza no se diluya pensando siempre en que su caída no sea causa de una desgracia. Pero también, que alguna autoridad tome en serio su responsabilidad y asuma un espíritu de buena voluntad, para acabar con esta imagen, realizando el trabajo justo y necesario que le cambie el rostro a esta angosta arteria de Tehuantepec, ciudad que dicen amar en palabras y le apuestan al olvido.
Sean felices, que no cuesta ni duele.