Por Juan José Cartas Antonio
Hace algunos ayeres, cuando las calles y avenidas de la población, alejadas del centro, no habían sido cubiertas de concreto, conocí, por «culpa» de los compañeros de la música, lugares emblemáticos a los que se daban cita muchos parroquianos.
Eran sitios «obligados» de visitar cada fin de semana, quincena o fin de mes. Desde luego que ya habían muchos que convertían esos lugares en su segunda casa, en su refugio y hasta en su oficina.
Existian, y siguen existiendo, muchos motivos para llegar y ocupar una mesa o la barra, acompañados de «amigos», conocidos o compañeros de trabajo, para degustar de unas «elodias» y calmar un poco el agobiante clima del pueblo.
Habían muchos que se aparecían por primera vez y lo atribuían a los rumores de que en tal lugar no se servían botanas sino que te daban de comer, por el desfile de platillos que ponían después de cada ronda que se pedía o también porque te convertían en cliente «distinguido» por la constancia y la propina que dejabas.
El atrayente no sólo eran las botanas, el buen trato o lo helado de la bebida, a estos factores se le agregaba un punto muy especial que práctica y sencillamente era lo más sobresaliente, corroborar la hermosura de las meseras, quienes en mucho de los casos resultaban verdaderas flores de un jardín.
Los clientes naturales, bueno los de «harina y huevo», eran tan conocidos que la administración del local ya sabía la hora de llegada y la mesa que ocupaban, dándoles un trato de primera y ofreciéndoles platillos especiales y en exceso.
A todas las bondades que recibían aquellos personajes, le agregaban su juego de cubilete y música en la rokola, acorde a sus gustos. El propósito era mantenerlos mejor que en sus casas, procurando que nunca dejaran de acudir al llamado de la recreación y el mejor servicio. Mercadotecnia pura, desde entonces.
¡Claro! Y eso ni dudarlo, no todos llegaban a la cantina por lo mencionado líneas arriba, siempre había alguien que visitaba el lugar con el interés de borrar un problema, creyendo que la bebida le serviría de bálsamo para aniquilar sus penas o quizá para dejar en una esquina su dolor y unas lágrimas mezcladas con el sudor.
Así que en aquel tiempo las cantinas más visitadas y mencionadas por boca de los bebedores, desde mis vivencias, fueron las ubicadas en los barrios de Guichivere, Laborío y Santa María. A ellas acudian: oficinistas, profesores, estibadores, taxistas, albañiles, campesinos, urbaneros, licenciados, músicos y jubilados; se vieron y convivieron juntos en el gusto de libar unos cuartitos, medias o familiares bien heladas.
La cantina de la tía Ita Roo, el Quinto Patio en Guichivere, la cantina de la tía Chayo Peña, Rayito de Luna, en Santa Maria, y la Colmena en Laborío, de «Conchita» Nuñez Gutiérrez, forman parte de una gran cadena de comercios de este giro en la historia de Tehuantepec.
Cada uno de los nombres de estas emblemáticas damas, se convirtieron en un referente dentro de la segunda mitad del siglo XX y se repitieron a diario aquí, allá, acullá y más allá, de nuestra localidad, porque en torno a ellas se tejieron infinidades de historias, dimes y diretes, que aún surgen de boca de los «viejos parroquianos» durante algunas reuniones entre amigos o familias.
Hoy lamentablemente el pueblo se enteró del fallecimiento de «Conchita», Concepción Nuñez Gutiérrez, y muchos preguntaron, sin duda, ¿quién «Conchita»? Y seguramente la respuesta fue «Conchita, la de La Colmena», sintiendo pesar por su partida o evocando algún recuerdo del pasado.
Conchita ha dejado esta vida y toda una historia que recordar y contar, porque así como ella los personajes de cada uno de los pueblos siempre dejan una estela que sigue flotando entre lo Tangible e intangible.
Descanse en paz, Concepción Nuñez Gutiérrez.
Sean felices, que no cuesta ni duele.