Por Juan José Cartas Antonio
La platica de la abuela Flavia, había cautivado a Pedrito, tanto que, sentado en el piso de ladrillos acomodó su cabeza en las piernas de aquel maravilloso ser, que tanto lo amaba y consentía.
Y es que aquellos momentos de charla se convertían en un infinito al que se agregaba la caricia materna que conocemos como “hazme piojito abuelita”, acto que provocaba sensaciones de sentimientos profundos e inolvidables.
Aquel placentero momento de amor fraterno era cosa de causar bostezos hasta llegar al sueño, así que la abuela Flavia, llena de sabiduría, como todas las mamás grandes, ordenó a Pedrito traer una jícara de café y la bolsa de pan “panadera”, y le ordenó:
Apúrate hijo mío, para seguir platicando la herencia de papá Juan.
No tardó en regresar el chamaco, porque el interés de seguir escuchando lo movió aprisa. Entregó lo que le habían pedido y volvió a tomar su lugar, esperando la continuación del relato.
La abuela tomó la palabra y continuó.
-La ofrenda que colocaban nuestros ancestros en las cuevas, nada, pero nada tienen que ver con lo que hoy en día son, hijo mío. Pues hay que recordar que mucho de lo que hoy vemos son cosas que trajeron los que vinieron de otros pueblos y las agregaron al modo de vida de nuestra gente, con el propósito de borrar nuestro pasado.
Las ofrendas, nos contó el abuelo Juan, reunían solo lo que formaba parte de la vida del difunto. Las flores el incienso y parte de lo que consumían, a ello incluían vasijas y prendas de huesos, conchas y barro.
No había simetría, ni fotografías, ni crucifijos, ni luces en vasos con agua y aceite, ni incenciarios de hoja de lata, ni cheros, ni candelabros, ni velas de cebo para que se sobaran los pies, ni muchas cosas que ahora aparecen en el escenario.
Solo eran ofrendas simples, pero llenas de verdadera creencia, de la visita de sus seres queridos. Eran ofrendas llenas de devoción y de fe, que quizá en palabras no conocían, pero que sentían en lo más profundo de su corazón.
Sus letanías e imploraciones les brotaban con el impulso de su creencia, por lo que el encuentro con los suyos se cristalizaba y vivían una realidad sin hayes de dolor, de pena o arrepentimiento. Solo le daban el valor exacto a ese encuentro metafórico con los suyos.
Todo resultaba un reencuentro lleno de felicidad y agradecimiento a sus dioses, pues el permitirles este momento les daba la oportunidad de retro alimentar su creencia de la existencia de un mas allá.
Lamentablemente hijo mío, aquel mundo maravilloso que nos cuentan los abuelos a través de la tradición oral, fue en decadencia con la llegada de los españoles, quienes traían consigo formas distintas en su existir, y que al apoderarse del destino de nuestra raza, fueron inyectando en los indígenas y mestizos sus formas de vida, y aun, que nuestros ancestros continuaron con sus prácticas de adoración, a la que los invasores españoles llamaron idolatría, poco a poco, con el sometimiento a través de la fuerza y la colaboración de sus religiosos, fueron mezclando, sin otro propósito mas que de consumar la conquista, las dos formas de adorar a nuestros muertos.