Por Juan José Cartas Antonio
Antes de treparme a la motocarro le eché un ojo a mi reloj Citizen, checando el tiempo que me quedaba para la salida de mi autobús. Para entonces, las densas nubes negras que cubrían el cielo empezaron a dejar caer su carga de agua.
Mi fortuna fue que el vehículo traía puesta una capucha de plástico grueso que alcanzaba a cubrir al conductor y pasajero. Así que, ante la inclemente lluvia y la pronta salida de mi autobús, pedí que fuéramos directo al barrio del tanguyu’, por lo que, de paso, vi que la iglesia de San Juan, en Guichivere, ya tenía trabajos de reconstrucción.
Por un trabajo de reparación en la calle de Los Héroes tuvimos que pasar por la multicitada esquina de la almendrita, referente en el que se reunían muchos jóvenes para libar algunas frías. Un poco más adelante, frente a la panadería Bolivar, había una gran cola de personas cubriéndose del aguacero, esperando turno para pagar «el cable».
Le solicité al conductor pasar por el mercadito y ver, aunque de lejos, a las conocidas plazeras. Ya faltaba poco para dejar Guichivere y meternos al barrio del tanguyu’, así que antes, en la calle Venus, a unos 50 metros hacia el oriente, vi la fachada del salón Mirna, lugar en el que por mucho tiempo del siglo pasado, la señora Melina organizó grandes y concurridos bailongos.
Allí se aparecieron en el escenario los más grandes grupos musicales de aquel entonces. Los Angeles Negros, Acapulco Tropical, Los Terrícolas… y muchos más de gran atractivo. El lugar es pequeño pero reunía al público hasta reventar. Claro, muchos, pero muchos acontecimientos sociales se vivieron allí, quizá hasta usted disfrutó del convivio de su boda en el lugar.
Ya en terreno de Vixhana, vimos el domo del salón Tanguyu’, en donde las bodas, quince años, fiestas en honor a San Pedro y bailes populares, tuvieron lugar. Allí tambien se aparecieron, entre otros, Los Socios del Ritmo, Los Dinner’s, Júnior Klan, Los Fratelos y muchos más.
Un poco más adelante pasamos por el edificio que fue una hielería y luego una universidad, en la cuchilla de la calle aparece ahora una tienda de conveniencia, de esas de doble XX y a un lado de la terminal una sucursal de las tiendas de doble oo, que han invadido al pueblo con base a la mercadotecnia y de pronto, ¡Santo Dios! Una gran laguna frente a la terminal, agua que no encuentra una vía para escurrirse.
Como pudo, haciendo rugir su motor a todo lo que va, el motocarrero condujo su unidad a la zona seca en la que se estacionan los autobuses. Mientras bajaba le pregunté en cuanto había salido el viaje y me contestó que le diera un cincuentón. La verdad no creí bueno el cobro, así que le entregué un billete de plástico de 50 y le agregué otro, se lo merecía.
Pregunté al encargado de etiquetar las maletas por el paso de mi corrida, me dijo que venía atrazada por la lluvia. Así que, aprovechando la demora del autobús, traté de investigar que era lo que provoca el gran charco de agua que inundaba la zona.
No fue mucho lo que me costó saber el porqué. Ante mis ojos estaban muchas construcciones que se hicieron sin buenos proyectos, que fueron avaladas por las autoridades municipales en turno y desde luego, por la autoridad federal, como es la SCT, que nunca hizo valer el derecho de vía. La gente se adueñó de los terrenos y puso sus changarros, puestos en los que te cobran, lo que expenden, con precios a su antojo.
Autoridades que también permitieron que el túnel, que no sólo permitía el desagüe sino también era utilizado por los campesinos para pasar con sus carretas rumbo a sus parcelas, fuera desaparecido, prácticamente, por la edificación de puestos del lado sur y un hotel del lado norte.
«Pobre Tehuantepec, cuanto progreso te han heredado».
El aguacero se mantenía inclemente y el charco se expandía más.
La tardanza del autobús parecía no tener fin, y como mis tripas empezaron a rugir por el hambre de mi fauna intestinal, decidí comprar, por de mientras, unas bolsas de totopo de dulce con la paisana que a todo pulmón los ofrecía.
En su idioma zapoteco llamó a otra mujer de piel morena vestida de enagua y huipil, quien se me acercó y me ofreció quesadilla de elotes, producto que despedía un olor a «cómeme», lo que provocó que el «no» nunca saliera de mi boca.