Por Juan José Cartas Antonio
Ya sabíamos quienes sí y los que siempre dijeron no. Nos llegamos a conocer tanto, que mucha gente nos confundía como hermanos, pues fuimos juntos a la escuela desde parvulito y desde entonces nos creamos un mundo fantásticamente mágico.
Nuestro parentesco se alimentaba de las chispas ingeniosas que brotaban de nuestro pensamiento y las volvíamos realidad en el momento mismo de poner manos a la obra, en cada instante que juntos vivimos.
Salir juntos de la escuela y recorrer los caminos que a diario nos llevaba a ella, de lunes a viernes, significaba fortaleza en la práctica de algunos juegos tradicionales, llevar a nuestras bocas los mangos, ciruelos y almendros de los árboles que existían en el trayecto o derramar sobre las calles polvorientas nuestra infinita alegría de ser amigos, casi hermanos, que en ocasiones hasta cumplimos con el arte de pelearnos.
Juntos dedicamos nuestro arte de diversas actividades en las que encontrábamos un pago a nuestro esfuerzo. Nuestra pasión se desbordaba cuando teníamos la oportunidad de darle lustre a los calzados de los galantes caballeros que en los fines de semana abarrotaban nuestra sillas, para lucir sus brillantes zapatos en los cines o en los grandes bailes populares.
Sábados y domingos hacíamos rechinar de limpios cerca de 200 pares de «caites». Recuerdo que por cada par pagaban un peso, así que los fines de semana se quedaban en nuestros bolsillos 200 pesotes, que se convertían en un «chorro» de monedas que paraban en manos de nuestras madres. Éramos «ricos».
Nuestras fantásticas andadas, de pronto, nos empujaron a poner bajo nuestro brazo la edición diaria del periódico de aquella época volviendo nuestra vida en voceadores de tabloides locales y nacionales, recorriendo calles y tocando puertas de nuestros clientes.
Y más todavía, nos lanzamos a vender gomas de mascar, de menta y sabores en el mercado y, vivarachos, aprovechamos para llevar al tiradero las cajas de basura de las tiendas de abarrotes, zapaterías, boticas y perfumerías, de aquel pasado hermoso de nuestro pueblo.
Así que conociéndonos más de lo creíble pusimos nuestras capacidades al máximo, cuando juntos mezclabamos travesuras, trabajo, creatividad, sueños y ganas de triunfar. Por lo que llegando diciembre poníamos manos a la obra para lograr a flote una parte de nuestra cultura y tradición.
Mientras uno buscaba latas para armar su «batería» con su «chin chin» y cortaba palos para golpearlos y sacarles sonidos, otro recogía corcholatas y alambres para armar las sonajas. El que tenía la oportunidad, conseguía serpentinas, escarcha, pedazos de algodón, esferas de papel y pintura blanca, para darle un retoque a la rama.
Todos, en casa o donde las encontráramos, nos apoderamos de las latas vacías de leche clavel para convertirlas en instrumentos de ritmos, llenándolas de pequeñas piedras. Muy ruidosas, por cierto, pero vaya, que todos las podíamos agitar para alegrar el ambiente.
Para hacernos de una buena rama, siempre nos metimos al monte, buscando, hasta encontrar una de buen tamaño y muchos brazos. Ramas que al agregarle los adornos quedaban atractivas y aguantadoras, pues tenían que usarse del 16 hasta la noche buena.
Todos felices con los avances en los preparativos hasta llegar el día de nuestra gran aventura, que es por la tarde del día 16 de diciembre, cuando el ocaso anuncia la llegada de la noche y se aproxima el momento cumbre, para ganar las calles, las puertas de las casas y los comercios. Nunca vivimos un año sin que surgiera el problema
Y aunque dos días antes lo platicamos e inclusive nos reventamos dos ensayos, por aquello de aprendernos las melodías de moda y de inventar algunas letras de los versos con jiribilla, y de ver si el viejo y la vieja tenían la gracia suficiente para arrancar risotadas y monedas del público, llegado el momento la «vieja» se ponía sus moños y se rajaba porque le ganaba la vergüenza.
Así que solo la volvíamos a convencer ofreciéndole más ganancia por su participación, pues la verdad, la mayoría no se atrevía fácilmente a ponerse el huipil, la enagua y las trenzas del personaje que atraía las miradas de los espectadores.
Desde luego, la «vieja» no se escapaba de una agarrada a sus globos o de querer ser «descubierta» por los maldosos de la comunidad, que intentaban a toda costa retirarle la máscara de cartón que cubría su cara.
«La raspa yo bailé, con un viejo barrigón, la vieja se cayó y el viejo la levantó»
«Ya se va la rama con muchos faroles, porque en esta casa comieron frijoles»