sábado, noviembre 23, 2024

Cartas en el asunto – Fue el 7 del 17 del XXI, antes de la medianoche

Por Juan Cartas

Fotografía: Diego Díaz

El día había transcurrido sin nada extraordinario, que hubiera planchado el calor y sometido a la cotidianidad, para arrojar signos que el instinto humano percibiera como algo extraordinario a lo que se pusiera atención.

Siempre repetí que quienes somos huéspedes de este bendito girón del Istmo de Tehuantepec, en territorio oaxaco, teníamos la facultad de disfrutar de un golfo, un valle, una cordillera de montañas, ríos, lagunas, fértiles tierras de sembradíos, restos arqueológicos de una extinta raza ancestral y una Falla de San Andrés.

Y más todavía: rica gastronomía, música, diversidad de dulces tradicionales, indumentaria, orfebrería, flora y fauna, naciones ancestrales, lenguas madres, juegos tradicionales, bebidas ancestrales, poetas, escritores, compositores, sistema de riego, salinas, refinería, un puerto de altura y destinos turísticos.

O sea, éramos felices y muchos no lo sabíamos, vivíamos en un paraíso y nos dedicamos a convertirlo en un infierno, siempre hemos tenido una tierra pródiga y la tristeza estaba ganando terreno, éramos pobres pero dignos de respeto y de un caudal de valores.

Recuerdo que fuimos a la cama y antes de dormir, en nuestra oración pedimos por todos. Nos doblegó el cansancio y sin saber la hora, nuestros párpados se cerraron y recorrimos los misterios de los sueños cargados de presagios, sobresaltos y segundos de reencuentros con seres celestiales que nos parecen reales.

Jamás imaginamos que a las experiencias de inundaciones, sequías, temblores, huracanes y el fin del milenio, estábamos a minutos de vivir una experiencia con etiqueta de fin del mundo. 

Quizá, sumido el cuerpo y mente en un profundo sueño, no escuchamos los ladridos de los perros, la inquietud de las aves, la agitación de las aguas del océano ni vimos el posible empedrado del cielo; dejamos, pues, que nuestros instintos se ocuparan de nuestras sentimentales pasiones.

Cuando se empezó a mover el piso pensé que era un temblor más de los que constantemente nos espantan. Me puse de pie y espere que se detuviera como siempre. ¡Santo Dios! Fue como si alguien fuera aumentando el zangoloteo. 

Mientras despertaba a los miembros de mi familia caminé a prisa hacia la puerta, en mi tránsito tomé las llaves, liberé el seguro y abrí las ventanas. Para entonces nuestras voces se habían descompuesto y empezamos con gritos a pedir perdón a Yahvé y a suplicar su auxilio y protección.

La estructura de la casa crujía y alcanzamos a ver como un pedazo de la marquesina se desprendía y se estrellaba en el piso. Escuchamos los aullidos y ladridos de los perros de casa y de los vecinos. Los pájaros, en las jaulas de la casa de enfrente, luchaban, agitando sus alas, por liberarse y remontar el vuelo; y hasta nuestros oídos llegaron las lamentaciones e interrogantes de la vecindad.

De a poco la tierra detuvo su furia, su enojo, su alteración y movimiento. Nuestras bocas callaron. Estábamos agitados y fundiendonos en un abrazo. El corazón nos palpitaba a más no poder. Empezamos a secar nuestras mejillas y a dar gracias al divino porque estábamos vivos. 

Pronto buscamos un lugar «seguro» e intentamos recobrar la calma. No había energía eléctrica y las líneas telefónicas se encontraban saturadas, creo, querían saber la magnitud del hecho. Aquel fin del mundo sucedió entre las 23 horas y a punto de la medianoche.

Nos acomodamos en butaques y sillas, y las mujeres cubrieron sus cuerpos con algunas sábanas. Pensamos en volver a la cama pero comentamos lo de las réplicas y nos detuvimos. La llegada del nuevo día, unos minutos después de las 24 horas, marcó el inicio de una larga espera de la alborada.

Intenté salir a la calle, porque pensé que había quien necesitaba una mano amiga, pero me detuve, pues mis seres queridos también necesitaban de mi. Me mantuve con mis sentidos despiertos hasta que hacia al oriente, apareció la luz del sol y la noche se despidió como si nada.

Al mediodía tomé la calle para saber los estragos que había causado aquel 8.2 inesperado. Me encontré que el rostro de adobe y tejavana del antiguo Tehuantepec, había sido golpeado por la Falla de San Andrés. Que muchas familias se encontraron, ya con la luz del día, con una triste realidad que le provocó llanto y desconsuelo. 

Los rostros de  la gente, de tus gentes, de mis gentes, aún se mantenían descompuestos e incrédulos ante lo vivido el día anterior y se les escuchaba invocar el nombre de Jesús, dar gracias a Yahvé por estar vivos y pedir por los unos, los otros y por todos.

La tragedia aún no se ha olvidado, porque hay calles en las que se ven las planchas, los morillos, las viliguanas, las tejas y montones de escombros, que no han sido retirados en su totalidad. También hay familias que no han recibido las promesas de los gobiernos pasados y presentes, viviendo con la esperanza de dejar de ser gente que aún vive el dolor de la noche aquella, que muchos pensamos era «el fin del mundo».

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