Por Juan José Cartas Antonio
Y entonces me dio hambre, mucha hambre. Tenía ya toda una vida sin ponerle comida a las solitarias, que por cierto se habían hecho nudo, así que fui a la placita en donde la blaseña panchiapera ofrecía sus panes en bolsas de nylon.
Le financié unas piezas de su rico pan chiapa. Me cobró diez pesos por cuatro suculentos panes y me enseñó sus dientes en franca sonrisa. Luego busqué y compré crema de primera y queso fresco, cosas que también me las embolsaron en nylon transparente.
Regresé a casa y puse en el fogón, en una cafetera, agua para hervir y preparar rico café. Tomé un pan y lo partí con un cuchillo, para luego agregarle en su interior crema y queso en buena cantidad. Puff, fue como probar el más sofisticado manjar del orbe. Tenía un sabor encantador que no pude detenerme hasta aniquilar todas las piezas.
Quedé como metido en aquella delicia, que bajé con sorbos calientes de café. De pronto volví a la realidad, cuando la voz de mi mujer me dijo: «acaso te estás suicidando? recuerda que el médico te dijo que no debes de comer mucho pan, que digo, no debes comer pan, pues estás lleno de azúcar que pareces ingenio.
Pero ya no te voy a decir nada, «muerete», me dijo en voz alta. Fue entonces que dije como todos: «no lo vuelvo hacer, no lo vuelvo hacer. Dios mio ayudame, te prometo que no lo vuelvo hacer».
Pero pronto se lo llevó la chiflada, porque llegó el tiempo de los viernes de Cuaresma y le di duro al gaznate, tortita de coco, caca de caballo, dulce de limón con coco, budín, pastel, pan de queso, casquito, ciruela y nanche curado, niño envuelto y carlota. Con todo esos manjares de los dulces tradicionales «se hinchó a perder».
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