Por Juan José Cartas Antonio
Saben? tendré que decirles un secreto del ayer. Solo les pido que no lo reproduzcan pues se convertiría en chisme. Tendré que «escribirlo en voz baja» para que los de a lado nunca se enteren, pues siempre han vivido de esta mundana forma de convertir en chisme la existencia.
Resulta que cuando pequeño no tuve la oportunidad de conocer al multicitado SANTA. No se si esto fue porque mi casa, que era de tejabana, piso de lodo, con puertas sin llave y sin chimenea, no contaba con dirección alguna que le indicara la ruta a seguir, y de desviarse con su trineo quizás provocaría pérdida de tiempo, para cumplir con su titánica tarea de visitar a todos los pequeños que se habían portado bien durante su ausencia, al paso de un año.
Así, que como nunca llegaba a dejarme lo que soñaba con tener, tuve que salir a la calle en busca de algo que llenara aquel vacío que habitaba en mi. Por lo que siempre pepenando, pude tener cuetitos que no estallaron. Recuerdo que fueron aquellos conocidos como escupidores, buscapiés, triquis, chifladores, etcétera.
Los que en su mayoría la lumbre solo les había quemado la mecha, o sea, se habían cebado, por lo que los abría para extraerles la pólvora, misma que hacíamos explotar poniendole un piedra (grava) encima, y le dejábamos caer otra más grande, logrando con ello arrancarle una estruendosa explosión.
En otras ocasiones solo esparcia la pólvora en el suelo, formando con ella una larga línea a la que acercaba después intrepidamente un cerillo encendido, lo que producía un flamazo de colores: azul, rojo y amarillo, y un olor a pólvora infernal, que se olía a varios metros de distancia.
En ocasiones, con más suerte, recorriendo las cunetas encontraba juguetes viejos que sus dueños habían tirado con la llegada de SANTA a sus hogares, los que levantaba con gran alegría y llenaban de gozo mi vida de niño.
Cuando de los cuetes no quedaba ni rastro, entonces buscaba en los talleres mecánicos restos de bujia, para convertirlo en mi «trona» pues utilizando mi creatividad, un pedazo de alambre y unos cerillos, bastaba para lograr sustituir con mi «trona» a muchos rollos de triquis. Era mucho más explosivo, divertido y sin grandes gastos, que hasta los riquillos trataban de descubrir que era aquel artefacto nacido de nuestra pobreza.
Yo no conocí a SANTA pero mi DIOS me llevó de la mano, para sortear con éxito mis limitaciones, pero ¿saben? Una Noche Buena le vi pasar una calle antes de mi casa, iba cargado de presentes: balones, carritos, pistolas lanza agua, raquetas, muñecas, patines, guantes de box, arcos y flechas y un trenecito eléctrico.
No quise llamar su atención gritando o llamándolo por su nombre, pues no tendría con él lo que yo quería: un trompo, un balero, un yoyo, un zumbador, unos tenis Dunlop, unos zapatos de león, un huacal de indito, pero sobre todo, dos cajas de chiclets, para vender y darle el dinero a mi mamá y así comer algo en la Noche Buena, tantas veces esperada.
Sí, yo no conocí a SANTA, porque siempre fui huérfano y creo recordar que nunca le mandé una carta, porque en aquel tiempo no tenía calcetines ni zapatos de cuero.