Por Juan José Cartas Antonio
Pregunté al primer conocido que me encontré en el centro del pueblo, donde podía tomar el «urbano» que cubría la ruta de los barrios del lado norte de la comunidad. Sorpresa que me llevé al enterarme de la defunción de los inigualables «autobuses» que brindaban ese «servicio» a la sociedad.
-Entonces cómo le hago para llegar a la terminal del Cristobal Colón, pues? Le pregunté.
-Mira, me respondió, y agregó: allí en la esquina, donde estuvo el bar Dorado se amontonan las llamadas motocarros, esas máquinas te llevan y cobran barato.
Después de la recomendación, de pronto me vi trepado en una de ellas y le pedí al conductor el viaje a la terminal. El hombre aquel, que volanteaba el artefacto, se bajó para darle al pedal de arranque en repetidas ocaciones, hasta que la maquina rugió estridentemente.
Una vez listo para despegar, el intrépido chafirete enfiló rumbo al destino metiéndose entre los vehículos que «estorbaban», salvando todos los escollos del camino y librando la locura vehicular del «centro histérico».
«La neta», como dicen los chavos, la falta de amortiguadores en esas «infernales maquinas» provocaba brincos al por mayor, así que por tanto zangoloteo y golpeteo del camino se me aflojó toda la «basura» y el ruido del motor adormeció mis oídos, tanto, que sólo veía que el chafirete movía la mandíbula queriendo decirme algo, que nunca escuché.
Así que mejor me dediqué a abrir ojos y boca para ver el pueblo que florece y vaya que no lo han regado, porque descubrí cosas que se han extraviado con el paso del tiempo, las que le han ido cambiando el rostro al querido y emblemático Guisii.
Ahora se lo cuento. Vi que casi todas las casas en donde estuvieron consulados de varios países ahora están ocupadas por negocios de usura que han metido a las paisanas en el infierno de las deudas y al mundo de nunca acabar.
Aparecieron ante mis ojos las sucursales de Telégrafos y Correos de México, prácticamente vacías. No tenían en sus oficinas aquella gran cantidad de usuarios que les urgía enviar un telegrama, un giro o buscar aquel documento oficial al que conocimos como «esqueleto». No habían las personas que buscaban palabras para un texto corto y explícito como «enviote» o «mandote».
En el servicio postal la ausencia de personas comprando timbres aéreos u ordinarios, documentando un envío, depositando una misiva en el buzón, revisando su apartado postal o escribiendo una carta, es algo que no tiene duda, porque su pared frontal es de cristales.
El motocarrero dobló hacia la izquierda con rumbo al norte, abordando la avenida Hidalgo, arteria que llega y topa con la iglesia de San Sebastián, monumento religioso que forma parte del inventario de los centros católicos del obispado de Tehuantepec, figurando entre las más antiguas.
No fue mucho lo que avanzó el vehículo en el que viajaba, maquina que debe ser motivo de trabajo para el regidor de Ecología, por la enorme contaminación de ruido y humo que a diario despide en la ciudad, para encontrar un negocio de plásticos que desde hace varios gobiernos municipales, pasados, le han permitido utilizar toda la banqueta para exhibir sus productos y sobre el arroyo vehicular estaciona una camioneta que también convierte en exhibidor.
De pronto, como si fuera un monumento al sismo terrorífico de septiembre de 2017, frente al lugar en el que existió la gasolinera de la familia Perea, a la que surtía aquella antigua pipa que conocimos como «La Novia», los restos de un edificio con paredes a punto de caer sobre los ciudadanos que sin cuidado, pasan y vuelven a pasar por el lugar, poniendo en riesgo su humanidad.
Nuestro viaje en motocarro continuará.