domingo, noviembre 24, 2024

Cartas en el asunto – Entre octubre y noviembre

Por Juan José Cartas Antonio

En la magia, fantasía y misterios de la vida, hay cosas maravillosas que tienen un tiempo de espera que suma 365 días con todo y noches.

El arraigo de nuestros pueblos nace y se define, en la mayoría de los casos, en las esquinas de sus barrios y colonias, pues es allí donde nace, o nacía, el encanto de la raza y de la plebe.

Así que sin pensarlo dos veces, dejamos a un lado nuestros juegos y nos pusimos de acuerdo, cuando les vimos volar sobre nuestra humanidad, que fue lo que nos recordó que el tiempo había llegado y era momento de preparar nuestros arreos. 

Nos juntamos, recuerdo, los más atrevidos, quedamos de vernos a las ocho de la mañana para hacernos al monte y cortar la mejor de las horquetas, según, la que te daba mayor puntería. Eramos pubertos a quienes no importaba el fresco viento del norte que azotaba.

Ya luego enfilamos hacia el taller del llantero del pueblo, para que nos vendiera un buen tramo del hule de la cámara de llanta en desuso. Siempre buscamos en los pedazos, el hule de más potencia.

Logrado aquel primer paso, regresamos a la esquina del barrio que, según nosotros, era nuestra «propiedad». Habíamos empezado a ser felices y contentos, pues solo nos faltaba un zapato viejo para fabricar nuestra badana, unas cuantas ligas para los amarres y recoger unas piedras redondas, aunque algunos utilizaban canicas de barro, para lograr nuestro objetivo.

Así que aplicamos el «se rompió una taza y cada quien para su casa». Quedamos de vernos después de la comida con la intención de llegar a tiempo al río, para que, cuando las palomas se acercaran en busca del agua y se posaran en los árboles secos, ya estuviéramos listos en los puestos. 

En casa casi apliqué «el traga y después masticas», con la intensión de apurar el paso. Tomé mi tirador y lo colgué a mi cuello, tratando de lucirlo en todo su esplendor y despertar la envidia de la plebe, ya que el acabado que le di era la de un gran arma devastadora de palomas. En la casa dije que estaría en la esquina con los amigos y que me echaran un grito si había algo que hacer.

Bajé lo más pronto que se pudo, porque el tiempo lo ameritaba. Cuando llegué ya se habían unido al grupo de «cazadores» Pedro y Ulises, quienes traían sus escopetas de chispa colgadas a sus hombros y un morral con una buena carga de municiones, pólvora y taco.

Con aquellas poderosas armas de fabricación casera nos llevaban la delantera, pues en cada disparo lograban, de la parvada, derribar de dos a tres palomas de alas blancas.

Eran días de otoño en los que las parcelas se cubrían de cultivos de la flor de muerto y la cresta de gallo, porque en breve en las casas de nuestros pueblos los altares se vestirían de ofrendas para nuestros difuntos.

Sin duda, en muchos altares aparecerían los platillos del gusto del finado o finada y, entre ellos, las palomas de alas blancas o huilas, en su molito colorado. Comida exquisita de nuestros abuelos y abuelas.

Listos, presentes y armados todos decidimos el rumbo de nuestra aventura. De pronto escuché la voz de mi madre que gritaba mi nombre, así que les dije a la plebe que se adelantara, mientras cumplía el mandado y luego los alcanzaría. Sorpresa, cuando llegué a casa me dieron una chinga de perro bailarín, unos jalones de oreja y un largo sermón.

-Acaso no te hemos dicho que estos días son de guardar y de respeto? Mira, tu queriéndote ir a matar a esas pobres palomas. Anda métete a la casa y ve a pedir perdón al altar. Chamaco sin juicio.

A alguien de la plebe se le fue la lengua y me quedé sin estrenar mi tirador.

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