Por Juan José Cartas Antonio
Fotografía: Alberto Jiménez
Bajo el caserío de tejabana y paredes de adobe, la paisanada, residentes y visitantes, desde temprana hora, aún envueltos en las sábanas, habían dado rienda suelta a la plática tradicional de todos los años, para ponerse a tono de todo lo que presumiblemente sucedía en torno a la fiesta barrio.
De fondo tenían el sonido del doblar de las campanas, las que impulsadas por la chamacada del barrio, las hacían girar en sus ejes. Aquel tañido enviado al aire, acompañado por los primeros rayos del sol, se convertían en letanías en los ancianos, en un llamado festivo para los adultos y en alegría para los niños y jóvenes, que alteraba la cotidianidad de todos.
El eco de los bronces arrancaba sonrisas en la mayoría y lágrimas del alma entre quienes evocaban el tiempo ido en el que la pluma de sus vidas escribieron infinitas historias de alegría y tristeza.
Los mayordomos del 15 de agosto habían contratado a la plebe mas intrépida y aguerrida del barrio, para que desde inicio de mes se dieran cita al «volteo» de las campanas, y la quema de tres «cuetes» por la mañana y al medio día, actividad tradicional que viste de alegría los corazones de los hijos del barrio.
Las costumbres y tradiciónes se sostenían en el aire y vagaban en todas las arterias del antiguo barrio de Santa María Reoloteca. En su ir y venir se metían por las rendijas de puertas y ventanas, y se colaban, abriéndose paso, por las grietas de las tejas rotas y viliguanas carcomidas por la humedad o por la incontenible proliferación del comején.
Metafóricamente adentro, sin importar si eran del sur o del norte, tocaban el corazón de los allí presentes, procurando en todos la sublime sensación de fe y respeto hacia la patrona de la comunidad, Virgen Asunción de María, y daban rienda suelta a la herencia de los patrones festivos, que sus pasadas generaciones les habían compartido en vida.
Así que sacaron de sus baúles sus ahorros o sus prendas de oro, para empeñar una que otra en el Monte de Piedad, con el propósito de comprar mudas de ropa que vestirían de gala a la familia. Del mismo modo abrieron sus roperos y escogieron los trajes de tehuana que lucirían todas las damas.
Buscaron entre sus «reliquias» los refajos, las naguas corto, sus tápalos y rebosos de seda. Húrgaros hasta encontrar los listones para sus trenzas y los ramos de flores, que adornarían sus hermosos rostros. Mandaron a troquelar sus lluvias y pidieron se le agregara las verdes y naturales palmitas. De un lugar especial sacaron las prendas que lucirían, herencia de sus abuelas y madres, entre las que se encontraban: el ahogador, la malla, el lazo, el engarzado, el pulso de monedas, su media caña, su semanario, sus anillos, aretes y su reloj; amén de agregar un prendedor de oro que ponían en sus tiendas. Todo, siempre esperaban ser usados cada año en la fiesta barrio.
Llegado el catorce de agosto se destinaban unos pesos para la compra del pan de queso, chocolate y los tamales de mole negro, costumbre que formaba parte de las mesas en los hogares a la hora de la cena. La compra de estas delicias, cuando había «bichichi» aumentaba, porque la costumbre era también, llevarlos como «cariño» a los familiares, compadres y amigos.
La sensibilidad festiva provocaba en las familias, sobre todo donde «bajaban» los que se encontraban lejos del terruño, que el día grande, día de la Asunción de María, se prepararan desde muy temprano, diversos platillos como: un guisado de pollo, mole negro, relleno de gallina o puerco e inclusive se sacrificara un chivo, para hornearlo. Agregándole, como postre, una exquisita lechesilla con su durazno.
Sin duda, uno de los días que son parte esencial de todas las fiestas de Tehuantepec, es la celebración en la que participan todos los principales actuales y pasados de cada uno de los barrios. Esta figura en la que recae la responsabilidad de servicio a la comuna, se le reconoce como autoridad moral y debe cumplir el período de un año, guardando con celo el edificio religioso encomendado y mantener vivas las tradiciones y costumbres heredadas por sus antecesores.
Los xhuanas y xhelaxhuanas tienen la obligación de acudir a todas las fiestas, para estar al frente de la mesa de cooperación y poner orden en cada una de las actividades que se desarrollan. Desde luego, siempre ataviados con la vestimenta que marcan los valores entendidos.
No hay que olvidar que hay dos fechas en las que se desbordan las pasiones. El día 14 y el día 17, fechas en las que el barrio se divide en dos bandos, la estrella de norte y la estrella del sur. El orgullo luce en todo su esplendor hasta en el seno familiar, tratando de demostrar quien tiene más músculo en la disputa por ser el mejor. Lo cierto es que, mientras los locales llegan hasta los insultos, los visitantes se divierten en grande y muchos se suman a la discordia.
Lo bueno es que entre tantas «mentadas» la chamacada y uno que otro que «no tuvo infancia» intentan subirse a las carretas, montar el caballo de los capitanes o trepar en alguno de los juegos mecánicos de la feria. Lo cierto es que las fiestas en Tehuantepec, tienen un cúmulo de felicidad que alcanza para todos y que sus misterios tangibles e intangibles son pruebas fidedignas de un pasado glorioso, fantástico y maravilloso, que atrae, cautiva y embruja, pero que ahora tiene un rostro pintado de sueños, añoranzas, recuerdos, tristezas y alegrías, que no pueden estallar en toda su dimensión y ofrecerle a propios y extraños.
Me han dicho que vendrán tiempos mejores en los que surgirán de nueva cuenta, nuestras costumbres y tradiciones, que enmarcarán nuestra cultura con destellos extraordinarios e Infinitos.
Sean felices, que no cuesta ni duele.